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La consciencia mítica y la verdad

Actualizado: 19 ago 2021

La consciencia mítica como J. Gebser la define opera desde una visión bidimensional de la realidad, en este sentido es que esta metáfora de dos puntos, que ya pueden conectarse entre sí, es la representación de una consciencia relacional, la línea es la distancia que conecta, la extensión implicada entre dos puntos. Es por esto, que en la estructura mítica, la consciencia ve un mundo que está hecho de polaridades, un mundo donde adentro-fuera y arriba-abajo, son los espacios relacionales fundamentales. En un mundo donde la consciencia espacial ya ha sido consolidada, pero aún la temporal está en formación, la causalidad como forma básica relacional está aún contenida como un elemento latente en la atracción entre los dos polos de la visión bidimensional. La distancia se constituye entonces en el elemento desde el que esa polaridad, define atracción y rechazo mutuo. De esta distancia de la polaridad vertical arriba-abajo surge la estructura de ordenamiento y jerarquía. La estructura de consciencia mítica provocó el nacimiento de un mundo en extensión y ordenamiento, desde las primeras formas urbanas, el hombre salió de la caverna ancestral y formó imperios, la ciudad, el gobierno, el mercado, las estructuras básicas de la interobjetividad humana son hijas de la consciencia mítica. Pero esta revolución se fundó en una visión de la realidad donde la polarización de elementos internos, prefigurados por la relación dios-hombre definió el de autoridad-sociedad. La distancia infinita que me conecta con dios, es la que sostiene la metafísica en la que se funda el ordenamiento social. La autoridad es el punto más cercano a la divinidad, desde la distancia vertical que nos separa con dios, con los dioses, el Rey ocupa la posición jerárquica más cercana, lo que dota a su posición del contenido numinoso que la valida y sostiene. Esa autoridad sustentada en un derecho divino, sigue viva 12 mil años después en nuestro psiquismo como un arquetipo que opera como veto y anatema. Veto en el ordenamiento jerárquico social (pareja-familia-mercado-gobierno), anatema en el religioso y psíquico. La parálisis desde la que somos incapaces de confrontar a la autoridad, se funda y funciona desde el arquetipo del anatema y es un legado vivo en nuestro psiquismo de la consciencia mítica. Anatema es la sanción última en el ordenamiento jerárquico, es sagrada e implica perder nuestro ser constitutivo (nuestra alma).

Es por eso, que revisar cómo desde el castigo arquetípico del anatema hoy tenemos un mundo donde confundimos autoridad con verdad, es esencial para seguir el proceso evolutivo que puede llevarnos de la estructura de consciencia mental a una integral y en este preciso momento de nuestra historia, permitirnos seguir vivos como especie. Si arquetípicamente seguimos dotando de un valor sagrado incuestionable a quiénes identificamos como la autoridad que puede, que puede decirnos qué hacer, qué pensar, cómo actuar, qué queremos, es decir que parece saber quiénes somos, para qué somos, entonces seguiremos siendo niños que tenemos que ser conducidos por aquellos que se nos dice o se autonombran, los más altos. El arquetipo que identifica alto, con superior, alto con autoridad, con derecho a decirme quién soy, sigue activando el arquetipo del Rey Mesías en nosotros, despojándonos de la posibilidad de asumir elecciones desde la verdad, y no desde la identificación de verdad con autoridad. El Rey es un arquetipo que simboliza lo más alto, superior e incuestionable en el sentido cualitativo por ser un valor otorgado por dios. El Mesías es el arquetipo que representa al salvador, no solo es un Rey con un derecho numinoso para dar ordenamiento al sistema social y a lo humano, sino dotado de la capacidad de rescatarnos. El rescate es la condición requerida para formar un mundo viable en una visión de la realidad desacralizada y lejana de dios a lo humano. Ese rescate, es el que solo un Mesías puede otorgarnos, y en ese sentido, su visión ve más allá de lo que somos capaces de ver por nosotros mismos, conoce lo que necesitamos, convirtiéndonos en aquello que tiene que ser salvado. Esa visión mesiánica es la que dota al arquetipo del Rey Mesías de su derecho de anatema y de una capacidad de elección incuestionable, donde lo verdadero es entregado a un valor supra terrenal que lo humano no alcanza a vislumbrar. ¿Qué valor tiene la verdad en el mundo inferior de lo humano? Ninguno. Y es ahí donde el Mesías se gesta y es usado y anhelado. Usado por quienes detentan el poder, anhelado por la masa informe de todos los que nos asumimos perdidos.


La verdad post convencional del mundo contemporáneo, manejada por los medios de penetración psíquica más poderosos que el hombre haya creado, es una hija de la consciencia mítica, desde la que nos experimentamos sujetos de una autoridad, ahora masiva, imprecisa, en la que su extensión (otra de las cualidades funcionales básicas de la estructura mítica) subraya y exacerba el poder numinoso desde la que el mito se asume como matriz gestante de la verdad. Ahora el mito trabaja como una consciencia colectiva en la que todos queremos ser nombrados, encontrando en ese reconocimiento colectivo, ser parte del mundo, y por tanto ser. Es un ethos de pertenencia que como elemento emergente en un sincretismo post modernidad-bidimensionalidad, la consciencia mítica establece polaridades múltiples con las infinitas caras despersonalizadas de la realidad digital.


La estructura de consciencia mítica está presente en nuestras vidas hasta la pubertad, siendo la adolescencia el tiempo de confirmación de nuestro yo analítico, el adolescente “vive” su pulsión de pertenencia, atorado en su interioridad, con la paradoja, de una fuerza que lo jala desde su capacidad de nombrar el mundo ahora con “perspectiva” (consciencia racional) coexistente con un impulso de confirmación y pertenencia inmediata desde la pulsión de la consciencia mágica de la niñez. Esta paradoja es tomada en gran parte por los constructos sociales y estereotipos que fundan una realidad mítica para el adolescente. Estos mitos le “dicen”: “qué vale y qué no”, “quiénes valen y quiénes no”, y lo dirigen en la construcción de una persona operativa social desde la que resolverá su necesidad de reconocimiento. La consciencia mítica “resuelve” la pulsión de pertenencia y deshecha la emergencia del yo con perspectiva que la estructura de consciencia racional le otorga. En este sentido es que hoy somos los hijos de la consciencia mítica, un mundo formado por adolescentes en busca de mitos que confirmen su valor y desde ello se experimenten validados por una realidad social cuya extensión, que no posibilidad, es infinita. Extensión que asumimos como posibilidad pero que solo es un espacio sin límites donde todo puede ser incluido sin ser nombrado ni reconocido.


En el mundo de la verdad post convencional cada uno es un rostro sin rasgos, sin definición, amorfo, pero reconocible desde el “abarcamiento” del mito de pertenencia existencial sin límites y sin restricciones del mundo virtual.


Es en esa realidad donde la verdad post convencional encuentra sustento y nutrición. La verdad no existe, es la voz compartida y susurrada en todos los rincones de ese ser amorfo que nace en la realidad virtual pero se extiende al mundo no virtual, que sustituye al mundo real, para abarcarlo todo, y este estar en todos lados y ser un eco, un vórtice de millones de voces es lo que lo hace verdadero.


¿Dónde nace y dónde termina la cualidad presencial, existencial de una “verdad” que ahora se presupone válida solo desde su repetición? ¿A quién “contestar” o “confrontar” lo absurdo repetido y validado por “todos”?


Buscar espacios de privacidad desde donde la perspectiva y la exploración de la verdad pueda ser posible a través de un ejercicio de crear categorías formalmente validadas como ciertas, requiere de una cualidad que la consciencia planetaria adolescente no tiene, tiempo. El tiempo y la interiorización como elementos básicos para la experiencia de la lucidez y la certidumbre es imposible en un mundo que se repite en un círculo de espejos donde cada reflejo se refleja a sí mismo distorsionadamente. Reconocer lo Bello, lo Bondadoso y lo Verdadero requiere una consciencia personal abierta al diálogo, a la reflexión profunda que no de por sentando nada y recubra la falta de sustento, con manifiestos estereotipados y vacíos. Saber que la exploración de la realidad y lo humano solo es posible si aceptamos su complejidad y multidimensionalidad.


¿Quién tiene el derecho a definirme y definir lo que el mundo es? Es una pregunta que debemos estar ciertos que en la formación de cada niño y adolescente esté presente, solo así formaremos un mundo donde se respete el derecho existencial de ser desde quien es, en las infinitas posibilidades de lo humano. Pero a cada niño, en cambio se le presenta un solo camino, en el que tiene que caber y desde donde tiene que reconocer el mundo, y ese niño es el que llegada a la adolescencia está listo para sentirse perteneciente siempre en el mundo virtual abarcante que hemos creado para que todos quepamos y todos nos reconozcamos aunque esto suceda solo desde la eliminación de nuestro verdadero ser. Lo público deviene en aquello que me define como persona, el último dicho de un influencer me define cómo es que tengo que vivir, a quién tengo que rechazar, a quién tengo que seguir.


Un mundo de seguidores, donde seguir y ser seguido representa la simbolización de pertenecer y ser valioso. Un mundo en el que cada uno de nosotros tiene que representar en lugar de ser.


Ese mundo es en el que la verdad postmoderna se hace, fabricada, un objeto creado por todos, de deshecho, sostenida por seguidores.


Carmen Mariscal

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